Aceptar nuestras emociones, implica aceptar nuestros límites, nuestra finitud.
Aceptar es muy diferente a conformarse o a renunciar.
La renuncia se vincula más con la impaciencia, o con el reclamo idealista que espera resultados rápidos y mágicos ante nuestros procesos en la vida. El desafío es volver a empezar cada día, cuidando espacios cotidianos de alegría y dando lugar al festejo de cada paso y conquista.
Construirnos y reciclarnos es constante y resulta complejo. El hecho de bajar los brazos, tentación de la que nadie es extraño, no hace que el tiempo se detenga. Muchas veces esa tentación se convierte en una espera constante de que las cosas sucedan sin nuestra intervención. La renuncia nos aleja de nuestras potencias, de nuestras posibilidades de disfrutar y de los placeres de crear nuevas maneras de ver el mundo.
La complejidad de construirnos propone vestir nuestra humanidad, conocer y reconocernos en tiempo constante. Este proceso no solo habilita nuevas maneras de ver el mundo, sino que implica la posibilidad de construir nuevas ideas y otras versiones de nosotros mismos.
¿Cómo voy respondiendo a la vida y a mis proyectos? Preguntas que surgen ante la importancia de estar atentos a nuestras reacciones, afectos y dolores que significan un diálogo con apertura. Al realizarnos estas preguntas podemos percibir cuánto tiempo invertimos en transformar y cuánto tiempo invertimos en “dejar que se dé”.
No siempre este ida y vuelta entre acontecimientos y preguntas que nos permiten reconocernos, se dan tan fácilmente. ¿Dónde estamos, hacia dónde vamos? ¿Cuanto logro marcar la ruta con mi deseo? A veces tenemos la sensación que nos falta tiempo, o que no da para hacerse esas preguntas. Sin embargo, es nuestra tolerancia al ritmo de nuestro hacer, el que permite dar lugar a estos interrogantes. Nuestra tolerancia en cada proceso implica la actitud sostenida de buscar otras formas sin renunciar a nuestro objetivo.